Mi historia con mi padre invidente fue una lección de amor. Una vida que, a
pesar de estar rodeada por la oscuridad de sus ojos, estuvo siempre iluminada
por su fuerza, su amor y su ejemplo.
Tenía solo cinco años cuando todo empezó. Recuerdo aún el ajetreo, la
incertidumbre. Nos llevaron al cuidado de mi abuela —una mujer enérgica y
amorosa— mientras mi padre era operado por un desprendimiento de retina. No sé
cuántos días estuvimos con ella, pero cada momento quedó grabado en mi memoria.
Mi papá regresó con una lista de cuidados que, con el tiempo comprendí, nunca
respetó del todo. Volvió a trabajar casi de inmediato. Éramos cinco hijos
pequeños, y mi mamá no trabajaba; él sentía que no podía darse el lujo de
detenerse.
Menos de un año después, volvió a suceder. Otro desprendimiento. Otra
cirugía. Otra lista de cuidados que desobedeció por necesidad y amor a su
familia. La tercera vez, ya no hubo vuelta atrás: su retina no pudo
recuperarse. La oscuridad se instaló en su vida.
Ese proceso fue doloroso. Ver a un hombre tan activo, tan comprometido,
enfrentarse a la pérdida de su vista fue difícil para todos. Mi madre, con una
carrera de maestra, volvió al trabajo. Mi padre se quedó en casa, pero no se
rindió. Abrió una tienda y, con el apoyo de sus hermanos, comenzó a reconstruir
su mundo. No podía conducir más, pero caminaba casi un kilómetro todos los días
hasta su negocio. En ese mundo sin luz, nosotros nos convertimos en sus ojos.
Lo guiábamos del brazo, sin reclamos, sin negarnos. Mis hermanos y yo lo
hacíamos con amor. Él nos enseñó que ayudar no es una carga, sino un acto de
cariño. Cuando cumplí siete años nos cambiamos de casa. Él, sin ver, dirigió la
construcción. Tenía más de mil metros de patio lleno de escombro. Lo recuerdo
gateando, recogiendo piedras en una cubeta, diciéndonos: “Lograremos tener un
hermoso jardín”. Y así fue. El pasto creció, las flores florecieron. A pesar de
su ceguera, sabía exactamente dónde estaba cada planta.
Nunca usó bastón. Aprendió a guiarse por el tacto, por las bardas, por los
sonidos. Su oído se agudizó tanto que podía reconocer a las personas solo por
su voz, y más de uno llegó a pensar que sí podía ver. Siempre activo, mantenía
los patios limpios, alineados y verdes. Ayudaba con los quehaceres del hogar y
jamás lo escuchamos quejarse. Estaba tan enfocado en lo que sí tenía,
que no parecía darle importancia a lo que había perdido.
Asistía a una escuela espiritual que lo fortaleció enormemente. Fue su
ancla, su luz interna, y también su manera de guiarnos a nosotros por la vida.
El 16 de abril de 2016 trascendió. Me resistía a dejarlo ir. Me había
preparado, pero cuando llegó el momento, dolió como si no hubiera habido forma
de estar lista. Sin embargo, sus palabras siempre vuelven a mí:
“La nostalgia te llegará, pero deberás continuar. Ahora les toca a ustedes
conservar esta familia que formé, donde aquí todos nos queremos.”
Día a día trato de seguir su legado. De aplicar sus enseñanzas. De vivir
desde el amor. Porque vivir al lado de un padre invidente no fue oscuridad… fue
una vida profundamente iluminada.
A veces creemos que ver es cuestión de ojos, pero hay personas que nos
enseñan a mirar con el alma. Mi padre perdió la vista, sí, pero nunca la
visión. Nos enseñó que lo esencial no está en lo que se ve, sino en lo que se
construye con esfuerzo, esperanza y amor. Hoy entiendo que la verdadera ceguera
no es física, sino la de aquellos que no valoran lo que tienen ni luchan por lo
que aman. Su vida fue un ejemplo silencioso, firme y lleno de luz. Y su legado
sigue guiando nuestros pasos, como si aún tomara nuestro brazo para cruzar con
nosotros los caminos difíciles.