Hoy pienso en las decisiones. En las que tomamos sin medir, en las que nos cambian la vida, y en las que, sin querer, también arrastran a quienes más nos aman.
Hoy te hablo de Mariano. Un joven que desde pequeño confundió el impulso con ventaja, y que creció creyendo que todo era alcanzable, hasta que sus decisiones lo llevaron a lugares donde ya no podía regresar solo. Entre vicios, ganancias rápidas, excusas, caídas y más caídas, su madre lo siguió, lo creyó, lo rescató una y otra vez, porque así es el amor cuando duele: se aferra, aunque se rompa.
Pero llegó el punto donde su mundo se llenó de sombras, adicciones, voces, destrucción y también llegó el cansancio de su familia, la distancia, y ese dolor silencioso de ver a alguien perderse a sí mismo mientras tú intentas sostenerte para no caer con él.
Y entonces llega mi pregunta de hoy:
Si esa fue su decisión, ¿cuál es la mía?
¿Compartirle un taco, una mirada, un gesto humano?
¿O dejarlo en su mundo de alucinaciones?
Mi mente no calla y hoy me dice:
No siempre podemos salvar a quienes amamos, pero sí podemos decidir cómo cuidarnos mientras los acompañamos. A veces el amor no rescata, pero sí dignifica. Yo no lo dejo: lo acompaño hasta donde mi fuerza alcanza, estoy pendiente dentro de mis posibilidades, sin perderme, sin romperme, sin destruir mi propia vida, porque, aunque su camino duela, el mío también merece paz.
